EL FAROLILLO ROJO, LA CASA DE LA PERVERSIÓN - IV Ver más grande

EL FAROLILLO ROJO, LA CASA DE LA PERVERSIÓN - IV

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“Nunca les perdonare lo que le hicieron a mis compañeros” comento un amigo y compañero de aquellas vivencias de entonces. Y es que el terror aplicado contra un semejante es superior al aplicado sobre uno mismo. El miedo, la desolación, el ridículo, la frustración, la indefensión, el abuso tienen unos efectos demoledores e imborrables cuando se leen en los ojos de un igual. Y ellos se encargaban de que lo viéramos bien, porque los castigos, las humillaciones eran públicas. El dolor físico lo recuerdo como una anécdota. En el fondo a ninguno nos importaba que nos pegaran, el daño era liberador, era un indicativo del fin de la tortura cuando te había tocado a ti, cuando era a otro la sensación de pánico, el silencio posterior al golpe eran muy superiores al dolor en sí. Todo quedaba en el aire, se transmitía flotando de unos otros, se respiraba. Lo peor no era el maltrato de aquellos eunucos vestidos de negro. Lo peor es que nuestros propios padre nos habían puesto allí a conciencia para educarnos, para inculcarnos lo valores de la época, los que al parecer habían mamado. Todo era un círculo perverso bien calibrado para que no tuviera escapatoria alguna. Por eso a mí nunca me gusto leer, tenía ojos para ver y otros muchos sentidos para descubrir la realidad del mundo a través de ellos.
Ellos querían que escribiera con sus reglas ortográficas indiscutibles, había que aprendérselas de memoria para aplicarlas incansablemente una y otra vez hasta que las asumías inconscientemente. Si te equivocabas, tenías que repetir tu error corregido varios centenares de veces. Con lo cual te reafirmaban una y otra vez en tu ineptitud. Cuantas más veces tenías que repetir tu error ortográfico, más inepto eras. Por lo que el motivo para aprender a escribir correctamente pasaba por una sumisión ante el castigo, no por la satisfacción del encuentro con la lógica y la certeza comprensiva. Nosotros no éramos educados para crear, sino exclusivamente para repetir uno a uno los cánones establecidos acatando sin rechistar las normas impuestas por ellos.
Ya en párvulos, el director del colegio me adjudico públicamente el mote de “el farolillo rojo”. El mote era algo que solo teníamos los malos. Era una especia de capuchón inquisitorial que te adjudicaban y con el que probablemente tuvieras que cargar el resto de tu vida, servía como los demás castigos, no solo para mantenerte humillado sin para que sirvieras a la vez de mofa y escarnio entre el resto de tus compañeros. Esto satisfacía a aparentemente a la mayoría que buscaban un puesto cómodo dentro del grupo que no además de permitirles vivir cerca de los paraísos del poder le librara de los ataques de cólera del mismo
En los trenes de mercancías existía la normativa de colocar un farol rojo en el último vagón, para así hacerlo más visible en cualquier circunstancia. El tren era muy importante en aquella época. Un tren eléctrico era el regalo más preciado con el que podía soñar un niño. Símbolo e icono del progreso. Y ahí estaba yo, con ese san Benito, un vagón de mercancías, el último de todos.
A esa edad todavía no era consciente de que el color de mi pelo me hacía diferente al resto y hasta qué punto iba a ser determinante en mi vida. Qué fácil es truncar la autoestima de un niño de seis años, para siempre.
De niño el cariño de nuestros padres marca nuestras pautas de comportamiento. A través del cariño que recibimos, somos capaces de querernos. En mi caso percibía claramente que el hecho de pese a ser un desastre en el colegio no influía en el cariño que mis padres me tenían por lo tanto entre los valores de la vida era mucho más importante el cariño que los conocimientos que en el colegio me inculcaba. Yo era un niño obediente, bueno y dócil, lógicamente estas debían ser las virtudes por las que mis padres me querrían. Ellas estaban por encima de los valores académicos, pese a que mi padre me contaba que la escarabaja madre le llamaba a su escarabajo hijo “granet d’or” (granito de oro).
Pero día a día teníamos que enfrentarnos a las paradojas que nos surgían. Recuerdo que sentía las clases insufriblemente aburridas y que no podía evitar intentar hablar con los compañeros, no tendría por aquel entonces más de once años y me castigaron a pasar el resto de curso, de pie en un rincón. Yo directamente, nada más llegar por la mañana, colocaba mi cartera de cuero en el rincón superior derecho de la clase, justo donde estaba la papelera y allí pasaba todo el día de pie, para muestra y escarnio de todos que acabaron por verme como un mueble más. Y así día tras día. Pasaron los días y mi nivel de confianza con mi madre me llevo a contárselo, quejándome de que era muy cansado. Mi madre me dijo que tenía razón y que le dijera al religioso que me había castigado que ella le pedía que como yo estaba malito del corazón que me dejara sentarme. Y así fue, a partir de entonces y hasta que termino el curso lo pase sentado en el suelo, en el rincón derecho de la clase, justo en la papelera. Todas las mañanas llegaba y me quedaba aislado, allí en el extremo de la clase, a la vista de todos mis compañeros, sentados en sus pupitres, en el lugar de los papeles desechados. Eso sí, sentado en el suelo. Que buena era mi madre y que comprensiva, no me castigo al enterarse que me habían castigado en el colegio, incluso dio la cara por mí y consiguió que me suavizaran sustancialmente el castigo. Era un niño afortunado, era de los pocos que podía y se atrevía a recurrir a su madre para contarle sus avatares escolares.

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