DE LA ADOLESCENCIA A LA DEPRESIÓN - XI Ver más grande

DE LA ADOLESCENCIA A LA DEPRESIÓN - XI

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Fue entonces cuando tuve que enfrentarme a una tremenda paradoja. La sentencia impuesta por la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, era clara y no admitía la menor duda. Se podía pecar de tres formas: de pensamiento, obra u omisión. Yo era incapaz de realizar cualquier obra impura o eso creía...

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Fue entonces cuando tuve que enfrentarme a una tremenda paradoja. La sentencia impuesta por la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, era clara y no admitía la menor duda. Se podía pecar de tres formas: de pensamiento, obra u omisión. Yo era incapaz de realizar cualquier obra impura o eso creía, y en omitir era obvio que no había ningún problema de hecho me reprimía hasta el extremo, pero pensar… quien era capaz de dominarse hasta el punto de evitar el más mínimo y fugaz pensamiento... Los deseos impuros me aparecían y si no, siempre podía pensar en alguna blasfemia. Y aquello empezó a obsesionarme. Viví entonces los momentos más duros de mi vida.
Un día acompañe a mis padres a Murcia y allí en medio de una calle céntrica me despiste. Estaba llena de gente, era de día y me sentí solo y perdido. Me invadió una terrible sensación de pánico, pensé en que tendría que pedirle ayuda a un policía y lo que aquello suponía, me generaba una angustia tremenda. No sabía si chillar. Me sentía totalmente desprotegido. Poco a poco conseguí medianamente calmarme, encontré a mis padres y respire profundamente. Aquel fue mi primer ataque de pánico, pero entonces no sabía lo que era, ni lo supo nadie a mí alrededor.
Supongo que no había ningún motivo fundado para ello o al menos no lo conocía, lo cierto es que mi cuerpo, pero sobretodo mi mente estaba cambiando. Deseaba descubrir mi sexualidad pero la iglesia era clara al respecto: ni siquiera se puede pecar de pensamiento, el deseo es un pecado en el momento en que uno se regocija en él. Lo que hubiera dado por poder mirar desnuda o por que una mujer me besase, me acariciara, me diera cobijo en su seno, me amara como al hombre que empezaba a sentir que era. Pero amar… amar estaba permitido, de forma platónica claro… Vivía en un mundo donde los integrantes cumplían como hormigas su labor pero no vivía en un mundo humano, no podía desear y mi cuerpo se empezaba a rebelar de una forma destructiva. Cada vez eran más frecuente los malos pensamientos, que podían consistir desde pensar en una mujer desnuda, hasta decir una blasfemia. Pero había una puerta de salida…
El que se confiese con verdadero arrepentimiento de un pecado mortal y reciba la absolución será redimido, y por lo tanto no ira al infierno si muriese en ese momento. La solución estaba clara. Cada vez que pecara debería confesarme. Así que un día sí y otro también, ahí estaba yo, en la parroquia que había cerca de mi casa, confesándome. El párroco me repetía una y otra vez que: si dudaba de haber cometido un pecado de pensamiento, entonces era que no lo había cometido, porque la duda implica una falta de aceptación del pecado.
No sé quién fue el mayor responsable, supongo que yo, pero lo que sí que se, es que nunca me perdonare no haber sentido el sexo en mi adolescencia de una forma natural. Eso sí que es una cicatriz que me ha tenido y me tendrá marcado hasta mi muerte.
Al lado de la iglesia había una plaza donde casi todas las tardes esperaba a que se hiciera la hora en que el párroco diera la confesión. Un adolescente un par de años mayor que yo, se me acerco a hablarme. Se llamaba Andrés, era otro personaje solitario, risueño, era rubio, con gafas iba vestido de una forma extraña, medio adulto, medio niño. Al igual que su personalidad, saltaba de un estadio de madurez a otro. Era la primera persona bordelaine que conocía. Debía tener un coeficiente intelectual bajo, pero su motricidad y su discurso eran prácticamente normales, es decir tres o cuatro años inferiores a su edad real. Aunque a las claras se notaba su discapacidad. Estaba claro que lejos de rechazarle, mi obligación era ayudarle por ser un desfavorecido, por estar solo. Me contaba sus historias, sus vivencias, sus carencias afectivas. Sus padres eran muy mayores y recuerdo que me conto que se relacionaba con una pandilla de chicas, al parecer de una condición social baja. Hay que tener en cuenta que tanto Andrés como yo, pertenecíamos a una clase social media-pudiente. Lo cierto es que me contaba que se reían de él pero que más de una vez se había tocado íntimamente con alguna de ellas, lo cual recuerdo que me resultaba muy curioso. Pensaba que era una perversión propia de algunas chicas de esa clase social. Algo que guardaba la naturaleza humana en su lado oscuro.
Todo eran dudas y cuestiones en aquellos momentos de mi vida, yo quería hacerlo bien, ser bueno y vivir. La vida acaba de corregir mi problema de corazón y me abría un montón de oportunidades y esperanzas y yo tenía que poder vivirlas. Es curioso, ahora que lo pienso, aquel “farolillo rojo” no solo no repitió curso sino que aprobó el examen de reválida superior. Sin embargo no podía evitar la invasión de mis malos pensamientos, de mis deseos sexuales. Un terrible complejo de culpabilidad me inundaba, la idea de ser capaz en algún momento de decir una blasfemia, de arrojarme al vacío o empujar a alguien, era algo tan terrible que aun totalmente consciente que ni lo deseaba en absoluto, ni nunca sería capaz de hacerlo. El simple hecho de que estos pensamiento pasaran por mi cabeza como ideas parasitas, me dejaban totalmente exhausto, mi autoestima se diluía totalmente hasta desaparecer, ya no era tampoco bueno la única cualidad que poseía. Era un malvado con ideas malvadas que no sabía de donde ni porque me surgían. Entonces me iba apareciendo despacito, un tenue pero dulce pensamiento de esperanza: al final me vendría la muerte y con ella todo el dolor desaparecería. Y con ella todas las ideas parasitas. Y me quedaba sumido en una profunda tristeza de alivio. No había futuro para mí, tampoco responsabilidad de ser alguien brillante y trascendente. Me sentía totalmente caído en desgracia.
Cuando las ideas parasitas me asediaban había aprendido una forma de rechazarlas y era moviendo bruscamente la cabeza hacia un lado, con ello perdía concentración y la idea momentáneamente desaparecía. Si inmediatamente volvía a aparecer, solo tenía que volver a hacer otro movimiento brusco de cabeza. Así con la firme convicción de que no pararía de hacerlo hasta que las ideas parasitas desaparecieran. Y así lo hacían.
Estaba claro que podía empezar a perder la razón y enloquecer pero no era eso lo que la vida me deparaba o al menos de esa forma. Era una profunda tristeza que me llevaba a buscar la compañía de mis seres queridos, normalmente mi padre o mi madre y me quedaba al lado suyo en silencio. Solo quería su compañía, no me hacían falta las palabras y mucho menos los consejos. Tan solo su compañía, por si cuando viniese la muerte yo era débil, no sentirme tan solo y tener a alguien que me reconfortara.

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Fue entonces cuando tuve que enfrentarme a una tremenda paradoja. La sentencia impuesta por la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, era clara y no admitía la menor duda. Se podía pecar de tres formas: de pensamiento, obra u omisión. Yo era incapaz de realizar cualquier obra impura o eso creía...

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