ERAMOS YA HOMBRES – XII Ver más grande

ERAMOS YA HOMBRES – XII

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En la última revisión médica que nos hicieron en el colegio, llegaron un paso más allá. Por primera vez el doctor nos hizo enseñarle los genitales y nos preguntó si podíamos descapullar. Nueva palabra para nuestro diccionario aunque fácilmente comprensible. Teníamos que bajarnos la piel del glande en su presencia para demostrarlo y yo que nunca me había masturbado y que no me la tocaba nada más que para mear fui uno de tantos de los que no pude apenas bajármela. Es decir, tenía fimosis. Los comentarios entre nosotros al salir de la revisión se centraban en eso, en la cruenta operación que nos tendrían que hacer a la mayoría y de la morbosa crueldad de la misma surgieron multitud de debates. Al llegar a casa, nada más entrar por la puerta, el primer comentario que le hice a mi madre, fue: no puedo descapullar, tengo fimosis. Mi hermana. Ocho años mayor que yo, se escandalizo al oírlo y me recrimino mi falta de tacto para decirlo. Yo no la entendía muy bien, le faltaba poco para casarse. Mi madre no me riño y lamento el inconveniente sin darle importancia.
No recuerdo bien cuando se enteró mi padre pero al poco tiempo me pidió que se la enseñara.
Desde que mi recuerdo alcanzaba nunca mi padre había visto mi órgano de varón más preciado y en un apartado se lo enseñe.
Formaba pandilla con tres compañeros de colegio, uno de ellos era Alfredo. Nuestras diversiones eran las propias de la época y de la clase social a la que pertenecemos. Íbamos a los billares que eran uno de los lugares de encuentro propios. Allí jugábamos a las máquinas de ping-ball muy en boga entonces, al ping-pong o al billar francés en el que en este último yo no era nada diestro. También jugábamos en la casa de alguno de nosotros al póker o a cualquier otro juego de cartas, deambulábamos por las calles, nos bebíamos alguna que otra cerveza, comíamos ensaladillas rusas o lo que se presentara. La verdad es que nos aburríamos muchísimo. Íbamos a la feria cuando había y fumábamos tabaco, eso sí. Empezar a fumar fue mi primer acto de independencia. Mi primera decisión importante no consensuada con mis padres. Como ya era un hombre, podía decidir por mí mismo si quería fumar o no. Mi padre era totalmente contrario al tabaco ya que según contaba, su padre había sido un fumador empedernido y este hecho le había mermado sustancialmente la salud. Mi otro abuelo no fumaba y mi hermano sí. Daba lo mismo, era mi decisión y yo me responsabilizaba de ese hecho, fumar, fumar como individuo social independiente. Que fumaran las chicas también era normal.
El sentimiento de igualdad entre hombre y mujer era algo que estaba unido y comprobado en mi niñez. Tantos los chicos, como las chicas de mi nivel social estudiábamos y pese a que formaba parte de la seducción ceder el paso, invitar a bailar, ofrecer tabaco, tomar algunas iniciativas. Éramos conscientes que las capacidades humanas no estaban para nada unidas a la condición sexual
Todo cambio cuando por fin reunimos el valor para acercarnos al grupo de chicas de mi calle. Eran mis amigas de siempre pero se habían hecho mayores, además se acaba de incorporar a ellas una chica nueva, morena, bajita, con aparato en la boca. Tenía una fuerte personalidad y era muy despierta. A mí me pareció la mujer más bonita del mundo. Tenía 13 años, yo 16, se llamaba Carmen y fue mi primer amor.
Mis visitas al párroco seguían siendo casi diarias, siempre me confesaba lo mismo. Padre he tenido malos pensamiento, no sé si los he consentido
hijo mío tienes dudas, entonces no es pecado mortal. Y no me ponía casi penitencia. •Ego te absolvo in nomine patri an fili an espiri tu santi…”. “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo. Los bienes que puedas hacer y los males que puedas evitar te sirvan para el perdón de tus pecados, aumento de gracia y recompensa de la vida eterna. Amen”
Aquel chico seguía habitualmente yendo a la plaza de la iglesia, y cada vez que me veía, me saludaba, no tenía al parecer con quien estar, aunque hablaba con los abuelitos del parque, la verdad es que superadas las curiosidades de sus avatares en nuestras primeras conversaciones, estar con Andrés no era demasiado enriquecedor o al menos eso sentía yo, es cierto que me daba un poco de vergüenza que me viera la gente con él, podían pensar que yo también era deficiente. Pero mi compromiso social con el bien y el mal, con lo justo y lo injusto, era muy superior, tanto que me hacían totalmente inflexible al respecto y tenía claro que debía ayudarlo, debía ser su amigo.
Esto me llevo a plantearlo en mi casa, no sé qué me impulso a contarlo pero era una medida que requería la aceptación de mis padres. La respuesta de mi padre fue firme y contundente: “Un tonto hace cientos y él se queda igual”. “Salir solo con él no”, además lo dijo con aire amenazante, estaba claro que no iba a permitirlo. Mi madre comento mis buenos sentimientos y la bondad de mis actos y mi padre concluyo diciendo que “en grupo si, solo no”. Es decir que si lo metía en mi pandilla de amigos y salíamos con él en grupo que no tenía entonces nada que oponer, pero que salir yo solo con él no. A mí me pareció aceptable y lógica la propuesta de mi padre y la acepte porque no era impositiva, mi padre nunca era impositivo conmigo y mucho menos en mis cosas personales, tal vez esta fue la única pero es que me convenció, sino, sé que me hubiera opuesto. Por aquel entonces a los discapacitados psíquicos no se les incluía en la educación. Andrés había estado estudiando algo de formación laboral, vagaban por el entorno. El tonto era un personaje peculiar que no faltaba en cualquier lado, era víctima de burlas y escarnios y normalmente se terminaban convirtiendo en seres egoístas y antipáticos, víctimas del maltrato que recibían. El caso de Andrés no era ese, tenía habilidades sociales que le hacían un personaje un tanto entrañable.
Así que les propuse a mis amigos su integración en la pandilla, cosa que no les parecía bien pero como yo insistí e insistí y conmigo no se podía discutir cuando estaba cargado de razón porque era incansable, al final accedieron. Fue curioso que las chicas no se opusieran y fueran tolerantes en su incorporación. Sin embargo no podían evitar mostrar cierta repulsión cuando Andrés las tocaba. En nuestros juegos de adolescente no podían faltar bromas, sustos, cosquillas, carreras, tirón de pelo, despeinarse… El contacto físico era necesario e inevitable. Era nuestra forma de comunicarnos, de aceptarnos tanto psíquica como físicamente. Nuestros cuerpo estaban cambiando a pasos agigantados, necesitaban las confirmación de nuestro entorno, necesitábamos más que nunca sentirnos aceptados por los demás y que mejor manera que jugando aunque fuera a pelearse. Las peleas le quitaban responsabilidad emocional al contacto físico, el deseo se disimulaba y solo aparecía la pasión disfrazada de juego. Daba igual que hubiera burla porque había risa y la risa lo empañaba todo de felicidad. Prácticamente nunca acaban mal, las peleas solían terminar riéndonos. Era lógico que Andrés quisiera participar del juego y de la risa, era lógico, humano y natural que quisiera ser aceptado psíquica y físicamente. Pero él era un extraño, su cuerpo era extraño para todos. Era más fuerte que nosotros, más mayor y mucho más vulnerable. Había algo en el que nos daba miedo, que nos daba miedo a todos. ¿Por qué mi padre no quería que fuera solo con él, sino en grupo? Por miedo, porque a las personas diferentes se le teme, se les teme porque no se les conoce porque no se preveen sus reacciones, porque hay dos fuerzas contrapuestas en el ser humano, la conservadora y la evolutiva y el triste ser humano si a algo le tiene pánico es a la evolución de sus afectos, de su visión afectiva del mundo. Lo necio, lo torpe y lo feo deben producir rechazo. Lo hábil, lo inteligente y lo bello deben despertar agrado. El problema es que todos ellos son igualmente humanos.

Años después me lo encontré por la calle y lo mire para saludarlo pero no me reconoció. Mi padre no tenía razón. Andrés no nos hizo tontos y aunque pudiera ser que él se quedara igual, que pasáramos desapercibidos en la historia de su vida. A mí su relación sin duda me hizo crecer.

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