PRIMAVERA Y VERANO SIGUIENTES – XIV Ver más grande

PRIMAVERA Y VERANO SIGUIENTES – XIV

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Pero aquella primavera y aquel verano fueron muy duros, los más duros que he vivido. Los malos pensamientos, los deseos impuros me acosaban. Había conseguido medio evadirlos dando rápidas sacudidas con la cabeza cuando me abrumaban. Esto no tardo en despertar la curiosidad de mis padres que abiertamente me preguntaron que me pasaba. Yo se lo explique y decidieron ponerme en manos de psiquiatra. La mujer de aquel psiquiatra era psicóloga y lo primero que me hicieron fue una serie de test psicológicos, los cuales determinaron entre otras cosas que para nada estaba mal de inteligencia, lo cual contrastaba con mis mediocres rendimientos académicos. Después me vio el psiquiatra en varias consultas y me dijo textualmente “que lo que me pasaba era que me faltaba hacer la mili”. Me receto un ansiolítico (lo leí en el prospecto) y le dijo a mis padres que no se preocuparan. Por otro lado los pensamientos impuros no eran continuos lógicamente. Me surgían de vez en cuando, pero recuerdo que pese a la pastilla, me fui sumiendo en una terrible tristeza que además de quitarme los pensamientos se llevaban totalmente mis ganas de vivir. No le tenía miedo a la muerte, creía que no sería capaz de suicidarme, que la muerte acabaría por venirme sola y que todo el dolor emocional que sentía, se me pasaría. Me daba miedo la soledad, pero no necesitaba que nadie me animara, era incluso peor. Solo quería estar al lado de algún familiar entrañable y fuerte moralmente, por si era necesario que me llevaran al hospital. Cuando la tristeza llegaba al extremo, se me hacía un nudo en la garganta y entonces podía liberar un llanto triste y desconsolado. Después ya me encontraba mejor, relajado...
Mi padre cuando me veía así, me daba un masaje en el cuello y en la espalda.

Es muy curiosa lo selectiva que es la memoria humana. Recuerdo la casa del campo, a mi padre diciéndome a la hora de la siesta que me fuera a su cuarto para darme un masaje, minimizando los comentarios para que mi madre no se percatara. Mi madre nunca entraba para pillarnos infraganti... Mi padre diciéndome que le enseñara mi fimosis para ayudarme a solucionarlo de forma incruenta... Él me ayudaba a bajarme la piel del prepucio. Mi pene erecto y mi padre tocándomelo... La situación siempre era muy incómoda para mí, existía la preocupación de que entrara mi madre, pero no era por lo que estábamos haciendo. Sino porque ella no podía verme el pene. No lo tengo muy claro, pero había una especie de miedo morboso que no terminaba de entender, ni de justificar. Por eso, más de una vez, trate de contarle al párroco lo que pasaba, sin darle demasiada trascendencia, pero como unos actos que no sabía distinguir moralmente. Pero el párroco no le dio nunca importancia, nunca quiso profundizar en lo que le contaba y la verdad es que era inexplicablemente intrascendente para él. Para mí fue frustrante, los hechos no me terminaban de cuadrar con mi moral católica.
Tenía claro por entonces, que mi padre nunca ejercía ningún tipo de violencia contra mí, ni física, ni verbal, ni psicológica. No podía tener connotaciones sexuales por parte de mi padre. A mí me resultaba abrumante y confuso. Por un lado, tocarme el pene en sí mismo era agradable, ya que yo apenas me lo tocaba por que la excitación sexual era pecado. Pero por otro, que me lo tocara mi padre y que mi pene se excitara era paradójico. Yo no sentía ningún deseo por mantener ese tipo de relación con mi padre, es más me confundía y me preocupaba, pero era para mí imposible pensar que mi propio padre, aquella persona a la que admiraba como un dios, fuera capaz de cometer un hecho tan horrible conmigo. Aquello tenía que ser necesariamente un acto de cariño, de liberación de las formas y emociones, mi madre no podía entenderlo porque ella que era mucho más afectiva, intelectualmente era más cerrada.
Los besos de mi madre no tenían matices, eran abiertos y sonoros, claros y auténticos, limpios. No te dejaba babas pero el contacto carnoso de sus labios en tu mejilla y el sonido que perduraba en tu oreja te dejaban muy claro que habías sido besado y bien besado. Oponerse a este tipo de beso o quejarse, formaba parte del ritual de aceptación profunda del mismo. Los besos de mi madre eran necesarios y suficientes. Las muestras afectivas de mi padre eran bastante más complejas, era arisco físicamente, no le gustaba que lo tocara nadie, no era “palpon”. Palabra que empleaba para menospreciar a los que lo hacían. Su timbre de voz y su tono estaban siempre bien modulados, cuando se enfadaba pasaba a ser claramente sarcástico y demoledor, pero nunca hablaba fuera de tono. Se controlaba para las buenas, y para las malas era más peligroso. Presumía de buen porte y de buen tipo, aunque de cara se consideraba feo, tenía el valor de no usar gafas oscuras y dejaba a la vista su ojo maltrecho. Evidentemente era un signo de poder y seguridad. Mi padre machacaba a mi hermano siempre que quería, demostrando a los que lo estuviésemos junto a ellos, que era mucho más brillante y prudente que él. En cambio a mi hermana no, Era porque le tenía miedo. Había algo en ella enfermo que arrastraba genéticamente. Mi hermana era una persona brillante pero perversa. Sin moral, con pocas luces, profundamente egoísta, simple y llanamente, malvada. Lamento no poderme explicar mejor, pero ni la entendí a lo largo de nuestra convivencia, ni la entiendo con el tiempo y la distancia. Sé que hay una rama de mi familia paterna que es perversa. Mi abuela era considerada por el ámbito familiar como un ser terrible, sin embargo, nadie negó que fue una mujer muy trabajadora, pero su padre fue alcohólico, ella debió serlo también. Conmigo nunca fue mala, siempre tuvo un gesto cariñoso cuando me veía. El hecho de que mi padre nos apartara de ella. Escondía un terrible drama familiar que nunca se acabó de superar. La muerte de su hijo, mi tío Juan, un año menor que mi padre, a los veinte años fue un hito trágico para todos ellos.
Había un halo de maldad, tragedia y misterio en torno a la familia. Decía mi padre que su padre al final de su vida, le decía: A pedazos me están llevando al cementerio. Hacía referencia a que una enfermedad agravada por la dureza de sus condiciones laborales, le habían llevado a que le cortasen, primero una pierna y al poco tiempo la otra. La única imagen que recuerdo de mi abuelo que murió cuando yo tenía dos o tres años, fue en la puerta de un cuarto apartado y pequeño de su inmensa casa, donde lo tenían acostado. Mis padres me dijeron que le habían cortado una pierna y que fuera discreto mirando. Yo entre y no vi ninguna diferencia en la huella de la cama..

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